Erase
una vez en las profundidades de la sabana africana, que vivía plácidamente un
hermoso león, al que miles de otras clases de animales conocían como Cecil.
Vivía Cecil en la más completa de las libertades, debido al entorno inmenso de
singular belleza de la selva. Era tal la nobleza de aquel majestuoso león, que
las autoridades del país donde vivía, decidieron que se convirtiera en el
símbolo del país, que se llamaba Zimbabue. Mientras el bello Cecil se deleitaba
con la serenidad que le daba la paz y tranquilidad de la selva, en la otra
parte del océano Atlantico, vivía en la ciudad de New York, un dentista llamado
Walter Palmer, que no paraba de ganar montañas de dólares extrayendo muelas a
todos bichos vivientes, que le pagaran su consulta. Era tanto la cantidad de
dinero que obtenía, que el aburrimiento y el deseo de probar nuevas emociones
le llevaron a ir a África. Con mala fortuna para el león Cecil, al sacamuelas
le dio por marchar a Zimbabue.
Una
vez allí se gastó 50,000 dólares, con el malvado propósito de dar caza y matar
al inocente Cecil. Con el servicio y apoyo de unos lacayos que contrató,
comenzó la búsqueda del emblemático Cecil. Fue una mañana luminosa cuando el
dentista sicopata, armado con un arco y flechas atacó de forma vil a Cecil, pero
al no matarlo sino solo herirle gravemente. A cabo de unos días remató su
abominable acción matándole con disparo de fusil. No contento con eso los
lacayos que le ayudaron, desollaron y cortaron la cabeza del pobre Cecil. Fue
de esa manera cómo un hombre blanco acabó con un león bello y bueno. La rabia y
el llanto se apoderaron de los miles de animales que amaban a Cecil. Una hiena
sarnosa rompió el llanto de los demás animales, y riendo de forma escandalosa dijo,
que no era hora de lamentaciones. Púes la ley del Karma haría justicia a Cecil,
y a lo mejor este cruel cazador terminaría lo mismo que el novelista y cazador
Ernesto Hemingway, pegándose un tiro en su pobre cabeza. Cuando la hiena terminó
de decir esto, una descomunal carcajada salió de las gargantas de los miles de
animales que habitaban la sabana. Fue tal el eco de las carcajadas que se
pudieron oír hasta en la consulta del malvado cazador, colorín colorado este
cuento se ha acabado.
Pues menos mal que se descubrió que era un dentista de NY porque se había dicho que el culpable era un español.
ResponderEliminarY alguno ya estaban por echarle las culpas a Aznar.
La culpa desde luego no era del pobre Cecil,jejeje,un saludo,
EliminarSiempre nos encontramos con algún desaprensivo que pone fin a una situación de tranquilidad y bonanza. Un abrazo
ResponderEliminarEste dentista ya era famoso por otros casos.Desde luego no seria mala idea que le sacaran los dientes con unos alicates,asi aprenderia algo sobre el dolor propio,un abrazo,
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